jueves, 26 de julio de 2012

21 etapa / Sahagún – El Burgo Ranero (Por un quítame de ahí esas pajas)


El adobe es un material de construcción que sale de la mezcla del barro y la paja y que es muy frecuente en la actualidad en muchas aldeas africanas. En España también lo fue hace años. Pero hoy no quedan sino algunos vestigios de ese tipo de construcciones, muy características en Castilla, pero casi siempre en ruinas. Mis amos duermen hoy en una casa de adobe que sigue en pie, en el Burgo Ranero. Está remodelada por dentro, pero no mucho. Se calienta con una estufa de leña, y entra viento por los resquicios de los ladrillos que sujetan el tejado. Pero tiene su aquel.

Desde la comilona del otro día en Calzadilla de la Cueza, mis compadres bípedos se han tomado muy en serio lo de poner freno al gasto superfluo. Contaría algunas picarescadas y miserabilidades que han acometido en pos de gastar menos en manutención y cama que un calvo en champú. Pero al volver a la civilización serían objeto de muchas mofas y befas, así que no es plan.


Por ello me referiré sólo al aspecto ahorrativo que me atañe a mí. En ese campo la suerte les ha acompañado. En lo que se refiere a mi alojamiento, sólo han pagado en la última semana 6 euros. Hoy, el hombre que me aloja en su chamizo no les ha cobrado un duro, pese a su aspecto temible. Lejos quedan aquellos 25 euros en una noche de la cuadra de Puente la Reina, que a hora se les antoja un robo a mano alzada. Claro, que he dormido en los sitios más pintorescos. En un solar entre dos casas, en un silo, en una plaza de toros, en un almacén, en un garaje de tractores… y lo de mi alimentación no ha ido tampoco mal, siempre ha habido forraje regalado a lo largo de Castilla.


Para despertar ternura y compasión, éstos lo tienen complicado con sus barbuzas, el barro de sus botas, el moreno del viento y su olor a mí. Pero yo, con mis ojitos risueños, mis orejitas respingonas, mis patitas de porcelana y mi aspecto de peluche despierto un instinto maternal que casi siempre se traduce en donativos de manduca.


Y cuando no los hay, se “consiguen”. Como hoy. Entrábamos en un pueblo del cuál no diré el nombre poco antes del mediodía, cuando nos hemos topado con una nave repleta de pacas de forraje junto a un redil de ovejas. Mikel se ha acercado para ver si había un hombre al que pedirle un saquito del amarillento manjar, pero sólo se escuchaba a las ovejas. Mi amo ha vuelto pensativo al camino, donde esperábamos su amigo Javier y yo.


-“¿Y si pillamos un poco?”.
-“Eso es robar”.
-”¿Robar? ¿Coger un puñado de paja? Amos no me…”.


Yo atendía sus diatribas morales con el estómago anunciando la necesidad de almuerzo. Hasta que han convenido que a los ojos de Dios, tomar un poco de heno para alimentar a un asno hambriento no podía ser pecado. Así, han planificado el robo del siglo. Mientras Javier vigilaba a un lado y a otro, Mikel se ha acercado sigilosamente al pajar y, tras espantar a una camada de gatos que jugueteaban entre los fardos, ha llenado una bolsa de basura con el mismo ansia que si la estuviese llenando de diamantes con el ruido de una sirena de fondo.


Cumplida la misión, me han cargado a mí con el saco (haciéndome cómplice involuntario) y han buscado una tienda de colmados donde comprar legalmente pan y mortadela para ellos. Mientras lo hacían me han dejado suelto, entretenido con unas hierbas de la cuneta -“sólo será un minuto-”. Pero había cola y las señoras tenían ganas de hablar, pese a que las campanas tocaban a misa y la tienda iba a cerrar. La cosa se ha alargado.


Viéndome sólo y libre, me he escapado. Y guiado quizás por el sentimiento de culpa, he retrocedido sobre mis pasos hasta aquel pajar, como el delincuente que regresa al lugar del crimen. Ha sido la primera vez en el Camino que me fugaba, pero el susto que se han llevado éstos creo que me condena a estar atado el resto de la ruta. Cuando por fin me han encontrado sano y salvo (siguiendo el rastro de paja que he soltado hasta dejar caer el saco a pocos metros de las ovejas) hemos salido del pueblo hasta un merendero para comer, ahora sí, tranquilamente, lejos del pajar maldito. O eso creíamos.


Ni mi olfato, ni mi fino oído la ha detectado. Los de éstos menos. No me preguntéis de dónde ha salido aquella mujer, pero el caso es que, como si de un trasgo se tratase, ha aparecido entre unos chopos que había junto al merendero y se ha puesto a charlar con estos mientras me acariciaba frenéticamente.
Era una mujer rara, por decirlo suavemente. No era muy mayor, pero su aspecto, su vestimenta y su conversación denotaban ciertos aspectos oscurillos de su personalidad. Mis amigos, corteses, aunque con la boca llena, le seguían el rollo. Todo en ella era inquietante: sus risas nerviosas y continuas, sus idas de allá para aquí, su compulsivo “¿Me lo vendéis?”, refiriéndose a mí…


-“¿Y donde lo tendría si se lo vendemos?”, ha preguntado por fin Mikel.
-“Pues a la entrada del pueblo, que tengo unas ovejas junto a un pajar”.


¡El pajar! Cómo una maldición gitana volvía a aparecerse. Viendo el especimen con quien nos jugábamos los cuartos, éstos se lo habrían pensado a la hora de robar allí. No obstante, al final han sacado provecho de aquella mujer, aunque sea pedagógico. Cuando se ha ido rumbo a su hogar, donde quizás colecciona cabezas disecadas de peregrinos merodeadores y sus animales, la advertencia ha sido clara: “Maxari, si te vuelves a escapar, ya sabes a quién te vendemos”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario