jueves, 26 de julio de 2012

24 etapa / León – Villadangos del Páramo (La madrigada del Pellejero, ”que le daba el sol en el culo y creía que era un lucero”)


“Si la entrada a León fue mala, peor es la salida”. Lo anunciaba la guía y no se equivocaba. ¡Puaj! Qué trayectito el de hoy. La cosa ha empezado tarde, aunque no mal. Mis amigos han olvidado en un día lo que es madrugar, y, al calor del albergue (algo realmente poco común en el Camino), no han hecho esta mañana sino apretar el botón del móvil que retrasa la alarma cinco minutos más. Y cinco más, y cinco, y cinco… Total, que si el primer tono ha sonado a las 6.30 de la mañana, hasta casi las nueve no se desperezaban, y ya eran las diez y media cuando me han acicalado, me han alimentado, me han cargado y hemos partido.

León es bonito, pero está muy mal señalizado para el peregrino. A ojo y con algunas conchas del suelo nos hemos llegado hasta la Catedral, pero a partir de allí el rastro se perdía. Además, un agente de la ley un tanto altivo pero poco eficaz, nos ha guiado a regañadientes y encima mal, con lo que hemos perdido un buen rato sólo en encontrar la ruta jacobea para salir de la ciudad.

A eso hay que añadir que hoy se ha producido el mayor ataque de miraburros desde que salimos de Akerreta. Eran del tipo bueno, del nostálgico y gentil, eso sí. Una anciana nos ha aplaudido, varios vejetes han dado la enhorabuena a mis compadres por la idea, otro nos ha dicho que la ilusión de su vida era tener un ejemplar como yo, otro me ha querido comprar, e incluso Raúl, un yonqui de Zaragoza que salía de Cáritas, nos ha acompañado hasta la Catedral. ¡Ah! Y frente a la casa de los Botines de Gaudí, se han aglomerado varios ejemplares impidiéndonos sacar una foto con la escultura del arquitecto pero dándonos amena conversación. Una señora un poco despistada, al vernos, nos ha confundido con buhoneros y ha preguntado que qué es lo que vendíamos.

Todo eran parabienes y caricias, pero no poder transitar más de diez metros sin pararse a hacer una foto o a decir de dónde venimos, retrasa una barbaridad. No obstante, sabíamos a lo que veníamos, así que hemos hecho de tripas corazón todos y hemos atendido amablemente a cuantos curiosos se acercaban a saludarme. Eso sí, mis amigos, una vez más han hecho gala de su guasa. Todo el mundo preguntaba cómo me llamo:
-Maxari señora.
-Masai?
-No. “Masai”, no. “Ma-xa-ri”.
-¡Ah! ¡Majeri!
-Sí, eso es.
A la décima vez que alguien se interesaba por mi nombre, se han empezado a divertir con una idea de Javier: ponerme nombres estrambóticos.
-Qué rico es el burrín. ¿Y cómo se llama?
-Barrabás se llama.
-Mira nene, se llama Barrabás el burro.
Y a Barrabás le han seguido otros muchos: Induráin, Max Estrella, Osobuco, Zapatero…
“Es más burro el que vive en la Moncloa”. Ha dicho un paisano. A lo que otro ha añadido que con el nuevo límite de velocidad, habrá que adquirir muchos animales como yo. Hombre, yo si me pongo, corro, pero ir a 110…

Y muchos afirmaban sin dudar que pertenezco a la raza zamorano-leonesa, que debe de ser autóctona y típica de aquí. Pffff, zamorano-leonés yo, que soy más vasco que el árbol de Guernica. Bueno yo caminaba a lo mío y me hacía el sueco. Por cierto, ¿cómo se dice burro en sueco? Igual no tienen la palabra, porque imagino que tirarán más de renos por allá arriba. Conteste Fermín, el menor hermano de uno de mis amos que por allí habita últimamente. Y reciba cordial abrazo pezuñil él y todos sus amigos, amigas y amigues, algunos de los cuáles quizás puedan darme cobijo en algún pueblo del Camino.

Lo dicho, poner buena cara y hacerse los suecos… Hasta que he defecado en pena calle. El regalito era demasiado evidente como para pasar del tema, así que les ha tocado tirar de bolsa y recoger las inmundicias. Cuando me he meado más adelante, sí que han mirado hacia otro lado y han seguido su camino, pues era casi donde termina la ciudad.

Acabar León ha sido, como digo, un suplicio. Todo el rato por arcenes o caminos estrechísimos al lado de la maldita N-120. Zonas industriales, muchísimo tráfico, paisaje horripilante, frío… todo era un asco, hasta que hemos pasado junto a una fábrica de pasteles típicos de León. Como ya era la hora de comer pero aún no habíamos abandonado las pedanías de la capital, mis compadres bípedos han decidido aprovisionarse de unos dulces y deglutirlos sin detenerse. El pastelero, enfundado en su mandarra y blanco hasta las orejas a causa de la harina, les ha despachado medio kilo de hojaldres y magdalenas recién hechos y no les ha cobrado un chavo. Eso es endulzar un territorio hostil.

La etapa ha tanscurrido sin más sobresaltos por barbechos anodinos y grisáceos hasta Villadangos del Páramo, donde ahora nos encontramos. Yo acabo de cenar y descanso en una cuadra con césped habilitada para los jumentos anexa al albergue municipal. Ahí duermen mis amos, tiritando de frío, en un edificio enorme que tan sólo ocupan ellos. No hay cocina, pero sí microondas. Con él se han preparado una sopa de sobre y en él han carbonizado dos trozos de pizza que les habrían sabido a gloria.

Creo que marcharán pronto a las literas, que aquí son de tres pisos. A buen seguro no les bastará el saco esta noche, así que tendrán que echar mano de unas mantas que se parecen a las que se enfundaban los requetés navarros en la batalla de Teruel. Lo bueno de todo esto es que cuando mañana, al despuntar el alba, noten chuzos de hielo en sus narices, y sus pies estén agarrotados e insensibles por las bajas temperaturas, saltarán de la cama mucho más temprano que ningún día.


PD: el título de este capítulo corresponde a un dicho popular castellano, cortesía de una de las abuelas de los viandantes.

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