jueves, 26 de julio de 2012

25 etapa / Villadangos del Páramo – Hospital de Órbigo (Maiz y Truchas)


La noche fue gélida. Lo fue para todos, pero a mí, la Madre Naturaleza me dotó con una lana espesa que abriga más que el pellejo de visón y es prácticamente impermeable. Mis amigos, como todos ustedes, son monos blancos sin apelas pelo, así que cuando hace frío, pasan frío. Lo de esta noche ha sido criminal. Ellos solos, en una habitación sin puerta, junto a la ventana. Vaho salía de sus bocas cuando se acostaron y vaho salía cuando se han levantado esta mañana. Han dormido con el saco y dos mantas recias de esas de requetés, que pesan un quintal pero no calientan.

Han dormido a trompicones, despertándose a cada rato a causa del frío y hechos un ovillo, pero han sobrevivido y al amanecer se han levantado oyendo la radio para comenzar ruta. Entre el destemple del albergue y la mala leche que sirve el locutor a quien han escuchado de par de mañana, se ha ido preparando una tormenta (y no la del cielo) que ha estallado a medio camino. Se ve que necesitaban limpiar la mala sangre, así que, fruto de una discusión tan absurda como nimia, han acabado a gritos. No preocuparse, después de convivir 24 horas al día durante casi un mes, pasando penurias y oliendo a burro, una buena bronca es como una catarsis liberadora. Siguen tan amigos..

La de hoy ha sido una etapa en la que el paisaje ha mejorado, pero ha empeorado el tiempo. Nubes negras y al final aguanieve. Por suerte ésta no ha llegado hasta que estábamos ya todos acomodados en el albergue parroquial de Hospital de Órbigo, donde hemos sido recibidos con todas las atenciones.

Ya hemos cambiado el cerealístico paisaje castellano por uno algo más abrupto, donde la paja y el forraje no son tan comunes como hace unos días. Eso representa un pequeño problema para mi manutención, que de momento solventan éstos dejándome pastar yerba fresca y comprándome zanahorias a kilos y lechugas. Hoy han añadido a mi dieta uno de mis platos favoritos. Se han hecho con nada menos que cuarenta y seis mazorcas en un campo que estaba plagado de ellas. Aunque sospecho que son mazorcas que ya no se iban a recoger, y a pesar de las cantidades ingentes que hay plantadas en los alrededores de este lugar, otra vez han hecho gala del fulañerismo del vagabundo. Al verles hacer acopio de las mazorcas con ímpetu y temor, como esperando un perdigonazo de un campesino furioso, no he podido menos que reírme agusto.

El caso es que han cosechado el botín que llevo merendándome desde hace una hora. Se han pegado ellos otro buen rato desgranando el oro amarillo de origen americano hasta que sus manos se han quedado blancas por la pelusilla que sueltan los esqueletos de las mazorcas. Entre medio han atendido a la Radio de la Universidad para relatar en las ondas sus peripecias con las chinches.

Hoy duermo en un cobertizo y tengo a mis disposición el huerto del cura Don Manuel, junto al albergue. No hay peligro de que eche a perder los cultivos porque nada hay cultivado en este campo sino unos pocos pares de manzanos. Después de preparar la maizada, mis compadres han salido a dar un paseo por el pueblo y han fichado varias pacas del exquisito y escaso forraje. Opino que la costumbre que están adquiriendo les pasará factura. Ya no son unas pavesas lo que sisan, sino verdaderos fardos con avaricia. La casualidad ha querido que entre esas pacas durmiese la siesta un perro negro que con sus ladridos ha frustrado su intento de llenar el saco. Bueno, algo tengo para pasar la noche.

Este pueblo nos gusta. Cruzado por el río Órbigo que da nombre a la localidad, de caudal generoso y truchas que son la especialidad de sus fogones, el nombre tiene origen vasco celta. “Ur Bi Koa”, lo que significa algo así como “desde aquí dos aguas”. Hay multitud de leyendas e historias en torno a este lugar y su puente milenario. Un ejemplo es el de María “La Leñera”, una navarra que cumplía penitencia y sabía de pócimas, ungüentos y bebedizos para aliviar las pústulas y dolencias de los peregrinos. O la de la justa del caballero leonés Don Suero de Quiñones, que se rememora cada año, en la que el primero retó a todo el que le diese la gana a partir lanzas en singular batalla y en un de las riñas, palmó un caballero catalán a causa de clavársele una lanza en el ojo (ya ven qué cosas).

Acaba la jornada llueve con furia y mis compadres comparten mesa con un catalán (éste tiene los ojos sanos) y un valenciano. Han pedido sopa de truchas, típica de la villa. Para mañana anuncian nieve. Llegaremos, si Dios quiere, hasta Astorga. A partir de ahí dicen que viene lo peor: malos albergues, horripilante tiempo, y una orografía capaz de reventar las piernas más fornidas. Aunque nos quejamos en el pasado, imagino que mis compadres añorarán las líneas horizontales, las llanuras eternas y las monótonas rectas de Castilla, tan respetuosas con el equilibrio de mis alforjas. Yo, sobre todo, echaré de menos los pajares.

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