jueves, 26 de julio de 2012

27 etapa / Astorga – Rabanal del Camino (Un mes hace)


Fue un domingo, día 6. Sólo que era febrero. La de hoy ha sido una jornada importante en símbolos. Llevamos ya caminados más de 500 kilómetros y lo hacemos desde hace un mes. En todos estos días -en total 28- tan sólo hemos descansado dos. A buen seguro, si en vez de madrugar para caminar y tirar de un asno por cuestas y barrizales, mis compadres hubiesen estado todos estos días sentados en una oficina delante de un ordenador, estarían muchísimo más agotados.

Pero caminar no da pereza. En el Camino aprende uno a ponerse objetivos. Pueden ser éstos objetivos fáciles de alcanzar a corto plazo, como el siguiente pueblo de la ruta, o pueden ser mucho más lejanos, como el sepulcro del Santo. El caso es que en estas semanas de pasar con lo mínimo indispensable, convivir con la naturaleza y tu propia capacidad física, y enfrentarte a ciertas dificultades,se aprende a relativizar. A desprenderse de ese polvo de cosas adversas pero insignificantes que a veces nos entierran. Como el burro del cuento que nos mandó Don Jesús Tanco desde la Universidad.

Bien, dejando a un lado las profundidades poéticas de un asno que ahora mismo observa las estrellas embelesado, relataré algunos aspectos de la etapa de hoy. El primero es que ha vuelto la primavera, los cantos de pájaro, el cielo azul. El sol ha ido fundiendo las nieves de los últimos días a lo largo de toda la mañana, convirtiendo los senderos que conducen hasta Rabanal del Camino, donde ahora nos encontramos, en riachuelos de agua fresca y limpia.

El segundo aspecto es que el paisaje ha cambiado definitiva y radicalmente. Se acabó el plano horizontal. Mañana hollaremos la cota más alta del Camino, la Cruz de Fierro, que se levanta en una cresta de los montes de León a 1.500 metros. Además de las montañas nevadas, nos acompañan en el caminar bosques de hayas, robles, encinas y pinos, cuya sombra debe de antojarse en verano como un regalo del cielo después del infierno de los campos de cereal. Los pueblos que hoy hemos atravesado recuerdan a aquellos primeros días, cuando transitábamos por Burguete, Viscarret o Akerreta. Vuelven las paredes gruesas de piedra, se acaba el adobe.

La verdad es que la fecha y el día de hoy eran propicios para una celebración en condiciones, y así lo hemos -han- hecho. Mientras me dejaban a mí a buen recaudo en una campa verde del albergue municipal, mis compadres bípedos ha ido a darse un homenaje culinario que les ha hecho salir de la posada convertidos en cuadrúpedos como yo. Hablo del cocido maragato. Para el que no haya oído hablar nunca del cocido Maragatos, diré que es un alimento eminentemente carnívoro, cuyo origen remoto se disputan pastores y gente humilde. En el cocido maragato lo contundente va primero y la sopa después. Es un guiso pesado a base de garbanzos, berza, y nada menos que siete tipos de carne: botillo, morcillo, lacón, costilla adobada, manitas de cerdo, chorizo, y una bola de la cuál no recuerdo el nombre. Se come primero la carnaza en todas sus formas, después las legumbres y verduras, y por último se deglute una pesada sopa con pimentón y fideos. Según hemos podido saber, es este plato típico leonés el que inspiró a los americanos en el proyecto Manhattan durante la II Guerra Mundial. Su explosivo resultado es por todos conocido.

Bien, después de una jarrita de vino, el cocido, el postre, un pacharán y una crema de orujo, mis amos han decidido que ya habían celebrado bastante un mes de abstinencia, pobreza y contención. Con el lastre estomacal a cuestas, han salido del restaurante y han ido a sentarse en un banco donde pegaba un delicioso sol de media tarde. Allí han acabado de cocerse a fuego lento y se han quedado fritos un buen rato, en íntima conexión con el universo y su creador. De ahí se han ido al albergue a dormir la siesta antes de la misa que los monjes benedictinos del pueblo ofrecen a los peregrinos.

Ésta era a las siete. Mikel ha llegado a diez segundos de terminar el oficio y Javier no ha hecho ni amago de salir del saco. Han sido diez segundos místicos, no obstante,. Con los cantos gregorianos solemnes, profundos, el calor del templo y el olor a cirios e incienso. La irrupción de mi compadre a última ha despertado la lástima de la dueña del albergue, que le ha invitado a él y a Javier, un jesuita madrileño que conoce bien Navarra, a un café con leche en el bar de al lado.

Y así termina mi jornada de hoy. Acabo de darle un paseo a Mikel por todo el pueblo. Está ya oscuro y no hay nadie en la calle. La penumbra, la soledad, y el silencio, tan sólo roto por el sonido lento y seco de mis cascos en el empedrado, nos ha transportado a otra época. A los tiempos de los caballeros, de los hospitales de peregrinos, de las leyendas. A los días lejanos en los que se gestó la legendaria receta del cocido maragato.

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