28 etapa / Rabanal del Camino – El Acebo (Los lúcidos lunáticos de Marjarín)
No pudimos
verle. Cuando llegamos a su peculiar refugio, en lo alto de las montañas,
Tomás, el último guardián del Templo de Salomón, el último Templario, había
salido a buscar provisiones. No duró mucho tiempo nuestra decepción, pues en la
cabaña nos recibió su heredero Antonio. Forjaba una espada en un yunque cuando
nos avistó e hizo sonar la campana que guía a los peregrinos extraviados en
días de niebla. Hablo en serio.
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Tras dejarme a buen recaudo y liberarme de mi carga, mis compadres bípedos
aceptaron la invitación de Antonio y entraron en el refugio a tomar café
caliente. Cruces templarias, espadas, libros antiguos y reservados sólo a los
auténticos caballeros, gatos y perros en armonía… la decoración de la casa
indicaba desde la entrada que aquel era un sitio muy especial. “Ningún
caballero templario deshonrará a otro miembro de la Orden ni será temido por
niño, mujer u hombre alguno”. “Un templario no ha de tener prejuicios
ideológicos de ninguna clase, pues ser templario es ser soldado de Dios y sólo
Él es la Verdad”. El credo de la Orden da la bienvenida a quien quiera
adentrarse en la fortaleza de Manjarín.
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Paredes de piedra, muebles desvencijados, raíces de brezo amontonados en una
esquina, listos para arder en la estufa y el hogar que mantienen la estancia
caliente para el viajero. En la precaria cocina, un guiso de patatas y pimientos
cociéndose a fuego lento. Todo allí es Medievo puro. “¿Os quedaréis a pasar la
noche?”. Antonio ofrece aposento orgulloso de servir al peregrino como lo
hicieran sus antepasados guerreros. Él aún no ha sido ordenado como tal, pues
hacen falta siete años de méritos y privaciones. No obstante, pronto lo será, y
ya ostenta el derecho a poseer su propia espada.
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Antes de defensor del camino, fue caminante. A Santiago se llegó 13 veces,
desde Castellón, desde Navarra, por la Vía de la Plata… Aquellos días se ganó
la vida trabajando cristianamente por un plato de comida y un lecho. La última
vez que peregrinó, cargó a su espalda cinco kilos de cirios y velas, ofrenda
para su maestro y mentor, el último templario, Tomás. El gran ausente.
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Un ejército de perros de aspecto feroz protege la fortaleza templaria enclavada
en el pueblo deshabitado en medio de la nada. Son perros sin raza, algunos
cruzados con mastines, otros con lobos. No es infrecuente ver a éstos últimos
merodear por este lugar, y más de una vez, sus moradores han tenido que
proteger a las gallinas a cacerolada limpia.
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Mis compadres intentan tirar de la lengua a su anfitrión sobre el tema de la
misteriosa Orden del Temple, pero éste se muestra reservado y desvía el tema.
En Rabanal del Camino, dicen de él que es peculiar pero muy buena persona.
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Nos vamos pasado un rato, porque la etapa prevista para hoy era hasta El Acebo.
Al despedirse Antonio, nos desea un buen Camino y vuelve a sus menesteres. La
curiosa construcción de piedra y tablas, con su torreón y sus pendones ondeando
al viento, quedan ya lejos cuando volvemos a escuchar de fondo los golpes del
martillo que el aspirante a Templario propina a su futura espada.
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“Simpáticos lunáticos”. Ese es el primer comentario de mis amos cuando proseguimos
el camino entre robles, brezos y abetos. Con las cumbres nevadas imponentes,
arrojando su sombra sobre angostos valles y barrancos se hace después un
silencio largo, reflexivo.
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¿Lunáticos? ¿Por creerse -o ser- templarios? ¿Por vivir con lo indispensable,
aislados del mundo? Entonces mis amigos piensan en las hipotecas, en la ropa
cara, en las modas pasajeras y en los horarios de oficina. Piensan en los
desvelos por el “qué dirán” y en el estrés. Y reconsideran su primera
definición. Un tipo que aspira a ser caballero y que para ello da cobijo y
alimento a los peregrinos a cambio de donativos, no es del todo un lunático.
Como tampoco lo es un monje benedictino que consagra su vida a Dios,
renunciando a lujos terrenales y vistiendo hábitos oscuros como el tizón. Como
tampoco es un lunático un directivo que viste de Armani y se obsesiona con un
cargo superior al que tiene a toda costa. Ni dos tipos que se echan a recorrer
800 kilómetros con un pollino en pleno siglo XXI. Ni quien deja su empleo en un
momento dado y se lanza a patear Sudamérica con lo que ha ahorrado
trabajosamente… Nadie es un lunático por vivir de una u otra manera o tomar una
u otra opción en un momento dado.
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Sólo se es un lunático cuando pudiendo elegir, se elige la opción que menos
convence a uno mismo, que menos feliz nos hace. Dirán también que no siempre se
puede escoger. No se equivocan (díganmelo a mí, que ahora ramoneo atado a un
poste). Pero muchas veces nos dejamos atar en corto por los prejuicios, las
costumbres adquiridas o el contexto que nos rodea. La lección que nos han dado
esta mañana los templarios, no iba sobre santos griales. Absortos en sus
libros, en su vida sencilla en la naturaleza, en sus sueños infantiles, y en el
café cargado y amargo al que nos han convidado, la cosa iba de “sé tú mismo y
echa una mano al prójimo”.
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Paseo montaraz
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En fin, la etapa de hoy se ha colocado en los puestos altos del ránking de
etapas bonitas. Isabel, la atenta ventera de Rabanal, les ha invitado a éstos a
un copioso desayuno porque le ha caído bien que me lleven de acompañante. Con
la panza llena, hemos ascendido por un puerto serpenteante hasta la emblemática
Cruz de Fierro. Allí han arrojado éstos un par de piedras que simbolizan sus
pecados (la de Javier era bastante más voluminosa). Han dejado también anudado
un mechoncito de mis suaves crines, símbolo de este viaje peculiar e
irrepetible. Desde la Cruz de Fierro, y después de ayudar a un matrimonio cuyo
automóvil se ha quedado atrapado en la nieve de la cuneta, todo ha sido bajar.
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Es lo que seguiremos haciendo mañana hasta Ponferrada, que queda más allá de
las montañas, en la llanura.
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La última cuesta abajo antes de llegar a El Acebo ha sido particularmente
pronunciada, llena de barro y guijarros. Su descenso ha sido peliagudo.
Empujado por la carga, yo no hacía más que embalarme, con el peligro de
despeñarme, así que Mikel ha optado por agarrarme en corto e irme frenando
colgado de mi testa. Hemos acabado todos con los tobillos destrozados, pero
después de un cepillado y dos buenas duchas, sólo podemos disfrutar de las
hermosas vistas que ofrece esta villa, levantada en lo alto de un cerro,
rodeada de picos agrestes.
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Mañana bajaremos hasta Ponferrada, que estos días ebulle de fiebre
carnavalesca. Por cierto, el lector Gabriel comentaba en la entrada de ayer
varios aspectos interesantes de la Etnografía navarra. En la leonesa, se
celebran carnavales con ritos y personajes muy parecidos a algunos de la
Comunidad Foral. Investigue si es menester.
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Bueno, me despido de ustedes hasta mañana. Vayan con Dios vuesas mercedes. Y no
teman ser lunáticos -o burros- si con ello son felices.
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