jueves, 26 de julio de 2012

28 etapa / Rabanal del Camino – El Acebo (Los lúcidos lunáticos de Marjarín)


No pudimos verle. Cuando llegamos a su peculiar refugio, en lo alto de las montañas, Tomás, el último guardián del Templo de Salomón, el último Templario, había salido a buscar provisiones. No duró mucho tiempo nuestra decepción, pues en la cabaña nos recibió su heredero Antonio. Forjaba una espada en un yunque cuando nos avistó e hizo sonar la campana que guía a los peregrinos extraviados en días de niebla. Hablo en serio.

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Tras dejarme a buen recaudo y liberarme de mi carga, mis compadres bípedos aceptaron la invitación de Antonio y entraron en el refugio a tomar café caliente. Cruces templarias, espadas, libros antiguos y reservados sólo a los auténticos caballeros, gatos y perros en armonía… la decoración de la casa indicaba desde la entrada que aquel era un sitio muy especial. “Ningún caballero templario deshonrará a otro miembro de la Orden ni será temido por niño, mujer u hombre alguno”. “Un templario no ha de tener prejuicios ideológicos de ninguna clase, pues ser templario es ser soldado de Dios y sólo Él es la Verdad”. El credo de la Orden da la bienvenida a quien quiera adentrarse en la fortaleza de Manjarín.
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Paredes de piedra, muebles desvencijados, raíces de brezo amontonados en una esquina, listos para arder en la estufa y el hogar que mantienen la estancia caliente para el viajero. En la precaria cocina, un guiso de patatas y pimientos cociéndose a fuego lento. Todo allí es Medievo puro. “¿Os quedaréis a pasar la noche?”. Antonio ofrece aposento orgulloso de servir al peregrino como lo hicieran sus antepasados guerreros. Él aún no ha sido ordenado como tal, pues hacen falta siete años de méritos y privaciones. No obstante, pronto lo será, y ya ostenta el derecho a poseer su propia espada.
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Antes de defensor del camino, fue caminante. A Santiago se llegó 13 veces, desde Castellón, desde Navarra, por la Vía de la Plata… Aquellos días se ganó la vida trabajando cristianamente por un plato de comida y un lecho. La última vez que peregrinó, cargó a su espalda cinco kilos de cirios y velas, ofrenda para su maestro y mentor, el último templario, Tomás. El gran ausente.
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Un ejército de perros de aspecto feroz protege la fortaleza templaria enclavada en el pueblo deshabitado en medio de la nada. Son perros sin raza, algunos cruzados con mastines, otros con lobos. No es infrecuente ver a éstos últimos merodear por este lugar, y más de una vez, sus moradores han tenido que proteger a las gallinas a cacerolada limpia.
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Mis compadres intentan tirar de la lengua a su anfitrión sobre el tema de la misteriosa Orden del Temple, pero éste se muestra reservado y desvía el tema. En Rabanal del Camino, dicen de él que es peculiar pero muy buena persona.
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Nos vamos pasado un rato, porque la etapa prevista para hoy era hasta El Acebo. Al despedirse Antonio, nos desea un buen Camino y vuelve a sus menesteres. La curiosa construcción de piedra y tablas, con su torreón y sus pendones ondeando al viento, quedan ya lejos cuando volvemos a escuchar de fondo los golpes del martillo que el aspirante a Templario propina a su futura espada.
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“Simpáticos lunáticos”. Ese es el primer comentario de mis amos cuando proseguimos el camino entre robles, brezos y abetos. Con las cumbres nevadas imponentes, arrojando su sombra sobre angostos valles y barrancos se hace después un silencio largo, reflexivo.
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¿Lunáticos? ¿Por creerse -o ser- templarios? ¿Por vivir con lo indispensable, aislados del mundo? Entonces mis amigos piensan en las hipotecas, en la ropa cara, en las modas pasajeras y en los horarios de oficina. Piensan en los desvelos por el “qué dirán” y en el estrés. Y reconsideran su primera definición. Un tipo que aspira a ser caballero y que para ello da cobijo y alimento a los peregrinos a cambio de donativos, no es del todo un lunático. Como tampoco lo es un monje benedictino que consagra su vida a Dios, renunciando a lujos terrenales y vistiendo hábitos oscuros como el tizón. Como tampoco es un lunático un directivo que viste de Armani y se obsesiona con un cargo superior al que tiene a toda costa. Ni dos tipos que se echan a recorrer 800 kilómetros con un pollino en pleno siglo XXI. Ni quien deja su empleo en un momento dado y se lanza a patear Sudamérica con lo que ha ahorrado trabajosamente… Nadie es un lunático por vivir de una u otra manera o tomar una u otra opción en un momento dado.
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Sólo se es un lunático cuando pudiendo elegir, se elige la opción que menos convence a uno mismo, que menos feliz nos hace. Dirán también que no siempre se puede escoger. No se equivocan (díganmelo a mí, que ahora ramoneo atado a un poste). Pero muchas veces nos dejamos atar en corto por los prejuicios, las costumbres adquiridas o el contexto que nos rodea. La lección que nos han dado esta mañana los templarios, no iba sobre santos griales. Absortos en sus libros, en su vida sencilla en la naturaleza, en sus sueños infantiles, y en el café cargado y amargo al que nos han convidado, la cosa iba de “sé tú mismo y echa una mano al prójimo”.
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Paseo montaraz
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En fin, la etapa de hoy se ha colocado en los puestos altos del ránking de etapas bonitas. Isabel, la atenta ventera de Rabanal, les ha invitado a éstos a un copioso desayuno porque le ha caído bien que me lleven de acompañante. Con la panza llena, hemos ascendido por un puerto serpenteante hasta la emblemática Cruz de Fierro. Allí han arrojado éstos un par de piedras que simbolizan sus pecados (la de Javier era bastante más voluminosa). Han dejado también anudado un mechoncito de mis suaves crines, símbolo de este viaje peculiar e irrepetible. Desde la Cruz de Fierro, y después de ayudar a un matrimonio cuyo automóvil se ha quedado atrapado en la nieve de la cuneta, todo ha sido bajar.
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Es lo que seguiremos haciendo mañana hasta Ponferrada, que queda más allá de las montañas, en la llanura.
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La última cuesta abajo antes de llegar a El Acebo ha sido particularmente pronunciada, llena de barro y guijarros. Su descenso ha sido peliagudo. Empujado por la carga, yo no hacía más que embalarme, con el peligro de despeñarme, así que Mikel ha optado por agarrarme en corto e irme frenando colgado de mi testa. Hemos acabado todos con los tobillos destrozados, pero después de un cepillado y dos buenas duchas, sólo podemos disfrutar de las hermosas vistas que ofrece esta villa, levantada en lo alto de un cerro, rodeada de picos agrestes.
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Mañana bajaremos hasta Ponferrada, que estos días ebulle de fiebre carnavalesca. Por cierto, el lector Gabriel comentaba en la entrada de ayer varios aspectos interesantes de la Etnografía navarra. En la leonesa, se celebran carnavales con ritos y personajes muy parecidos a algunos de la Comunidad Foral. Investigue si es menester.
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Bueno, me despido de ustedes hasta mañana. Vayan con Dios vuesas mercedes. Y no teman ser lunáticos -o burros- si con ello son felices.

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