Bueno, pues la etapa de hoy ha sido durilla con avaricia, sí, pese a lo gratificante que ha resultado cruzar el kilómetro 100 hasta Santiago. Ha llovido todo el día. La lluvia era constante y abundante. Desde que entramos en Galicia no hemos visto el sol, pero lo de hoy ha sido exagerado. Ha comenzado el día seco, pero pronto, después de cruzar una vía del tren al poco de dejar Sarria, nos hemos encontrado, de nuevo, un río pequeño. Aunque reconozco que me dan miedo, tampoco es para tanto. Hoy me ha bastado con un par o tres intentos para cruzar el cauce de mis fobias. He entrado con garbo en el agua, cuando Mikel y Javier me…. ¡eh! ¡Un momento, espera, dejaaa.!…
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Buenas noches a todos, Mikel al
teclado. Le acabo de arrebatar el ordenata a mi asno porque no hace mas que
contar falacias. Les voy a explicar cómo ha sido verdaderamente lo del río. Un
kilómetro de etapa, no llevábamos más, cuando nos hemos encontrado el cauce,
poco profundo y ancho como una carretera. Para salvarlo no había más que una
pasarela con tablones y huecos entre ellos. Maxari se había mostrado
últimamente algo más colaborador a la hora de enfrentarse a estas pruebas, pero
hoy nos la ha jugado. Imaginen la madre de todas las tozudeces. No les digo
más, que nos hemos tirado una hora y media de reloj para que cruzase. Porque ha
cruzado, sí, pero a qué precio…
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El tío ve la pasarela, se
acerca hasta situarse a tres centímetros y se clava. Nosotros intentando
convencerle, engatusarle… ni un milímetro, nos concedía. Intento buscar un paso
alternativo río arriba, metiéndome en un prado embarrado. Nada, imposible.
Sopesamos recorrer un tramo de vía del ferrocarril, que salvaba a diez o quince
metros del suelo el regacho con un puente, pero lo descartamos de plano,
demasiado arriesgado. No queremos que a éste le de por pararse en la vía y
acabar todos como sellos de a peseta. “Venga Masxari, joder, que no hay
alternativa”. Nada, ni ruegos, ni amenazas. Javier pasa a la acción. Yo agarro
el ramal y él revienta literalmente su vara contra el suelo cerca del culo del
burro. Nada, no hay forma humana de moverle. Amaga a veces, pero son
espejismos, falsas esperanzas. Comenzamos a perder la paciencia, en cualquier
momento puede empezar a llover y eso complicaría notablemente la situación.
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Hacemos un último intento
poniendo toda la carne en el asador. Ainzúa tira esta vez del ramal hacia la
pasarela y yo soy el que ataca por la retaguardia. Sacudo el suelo con lo que
queda de vara, grito, echo cubos de agua en las pezuñas de atrás para asutarle.
Mientras, Ainzúa, prácticamente horizontal, tira de la soga. Se mueve un
centímetro, pero no es suficiente, está literalmente enrocado, haciendo palanca
en dos piedras y una raíz de árbol. En pleno frenesí animal, me decido a
agarrar sus patas delanteras y levantarlas para ponérselas en el primer tablón
de la pasarela. Tengo la esperanza de que, una vez toque la madera, arranque
para acabar con el trámite cuanto antes.
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Ainzúa tira y jura, y yo casi
reviento mis tendones levantando en volandas a medio burro. Sospecho que se ha
salido uno de mis riñones de su sitio, pues noto un pequeño bultito en el
costado. Nuestros esfuerzos de poco sirven. Toca la madera pero tira como
animal que es y casi nos arrastra al agua. Nos ha vencido por la fuerza.
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Se me ocurre intentar otra
cosa. Por experiencia sabemos que su miedo al agua es menor a su miedo a los
tablones sueltos y el suelo aparentemente inestable, así que decidimos
obligarle a mojarse los tobillos para cruzar el río por su cauce. Para ello le
quitamos las alforjas, con gotitas de sudor ya empapando nuestras frentes y el
olor a miedo de burro metido hasta el alma. Vaciamos la de Ainzúa para coger
del fondo el ramal largo, de unos cuatro metros. Se lo atamos. Casi arrastras
conseguimos que se acerque a la orilla del río. Paso el otro cabo del ramal a
la otra orilla y comienzo a tirar. El burro se defiende como un león. No
avanza, pero tampoco nos gana terreno tirando hacia atrás. Cada milímetro que
le ganamos es asegurado por mí girando la cuerda en un tronco de árbol. Casi me
parto un brazo haciéndolo. Ainzúa cruza la pasarela y viene en mi ayuda.
Desenredo la cuerda del árbol y ahora sí. Es cuestión de huevos. Cuatro
navarros contra cero de burro (está capado ya saben). Como una sokatira
absurda, el burro tira de su ramal desde una orilla y nosotros lo hacemos desde
la otra. “¡Venga rediós!”, nos animamos el uno al otro a echar el resto. Avanza
un centímetro, dos, tres. Sabemos que en cuanto toque el agua con las pezuñas
delanteras habremos vencido. Un último tirón, grito de malabestias y lo
conseguimos. Mete una pata, luego la otra, y el resto lo hace sólo para salir
cuanto antes del agua.
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Estamos literalmente
reventados, pero felices. Al burro le dejamos suelto para que se relaje. No
parece estar muy estresado porque enseguida se pone -como siempre- a zampar a
diestro y siniestro. Nosotros nos sentimos como si hubiésemos acabado una
etapa, pero no hemos hecho más que empezar. Optamos por descansar un rato,
fumarnos el pitillo de la victoria y reconciliarnos con nuestro burro. Durante
unos instantes se han apoderado de nosotros unos instintos homicidas de los que
no nos sentimos muy orgullosos, pero ya nos hemos sosegado. No obstante,
entendemos, lamentablemente, que a lo largo de la Historia estos animales hayan
sido tratados a palos por gente más ruda y menos civilizada que nosotros.
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Bien, esa es la historia
verdadera, cuya continuación ha sido una etapa en la que ha habido más ríos.
Auténticos torrentes de agua que inundaban los caminos. Algunos los ha vadeado
renqueante, pero otros ha demostrado la misma asnez que les he descrito. En uno
de los pasos, hemos tenido que levantar el cercado de un prado como paso
alternativo a un triste arroyo. Con la tontería de pararnos en cada charco, río
o regata, la etapa se ha hecho más larga que un día sin pan (aunque ha habido
bocatas de chorizón, el chorizo pamplonica de toda la vida). Etapa dura,
tediosa, incómoda. Con decirles que hemos llegado a las siete de la tarde…
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Les dejo ahora a ustedes de
nuevo con mi cuadrúpedo compadre, burro de buena prosa pero de dudosa
credibilidad. Lean sus patrañas y diviértanse con sus relatos. Nosotros le
queremos mucho a la noble bestia pero les aseguro que hoy, gracia no nos ha
hecho ninguna.
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Estooo, ejem, bueno, soy Maxari de
nuevo. Lo que ha relatado Mikel es lo que básicamente les iba a contar yo, pero
en fin. Cada uno cuenta la feria desde su asiento. Por cierto, lo que no cuenta
Mikel es que un río sí que he cruzado. El Miño, justo a la entrada de
Portomarín. Ahí es nada.
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Lo que ocurre es que con el paso de
los días, mis compadres se están volviendo un poco gruñones. Tendrían que haber
visto sus caras cuando, mojados como pollos, agotados y con los músculos
doloridos, han entrado a su habitación y se han encontrado que todas las literas
estaban llenas de gente fresquísima, hablando a voces, echando risas y oliendo
a pies sudados. Ellos se han tenido que acomodar en unas literas de sobra, sin
sitio para sus cosas. It´s the Way!
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Y es que después de recorrer 700
kilómetros más solos que un eremita en el Polo Norte, encontrarse con una
marabunta de turigrinos en su mayoría que vienen a ganarse el favor del Santo
con 100 kilómetros de nada, les ha sabido a cuerno quemado. Como cuando
llegaban alegres y limpios los soldados voluntarios a las trincheras de la
Primera Guerra Mundial, henchidos de orgullo y ansiosos de gloria y medallas. Y
los veteranos del batallón, sucios, mal afeitados y cínicos tras meses de
privaciones y olor a muerto, los miraban desfilar y deseaban que les cayese un
bombazo cerca, o que les pegasen un tiro en el culo (en el caso de mis
compadres bípedos llámenlo ampollas o tendinitis) para templar sus ánimos y
espabilarlos. En fin, pese al mosqueo inicial, tendrán que acostumbrarse, pues
todos los peregrinos, independientemente de sus motivaciones o los kilómetros
que lleven en ristre, están en la misma batalla. Esperemos que mañana no sea
tan difícil de ganar como la de hoy.
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