jueves, 26 de julio de 2012

35 etapa / Sarria – Portomarín (El día más largo)


Bueno, pues la etapa de hoy ha sido durilla con avaricia, sí, pese a lo gratificante que ha resultado cruzar el kilómetro 100 hasta Santiago. Ha llovido todo el día. La lluvia era constante y abundante. Desde que entramos en Galicia no hemos visto el sol, pero lo de hoy ha sido exagerado. Ha comenzado el día seco, pero pronto, después de cruzar una vía del tren al poco de dejar Sarria, nos hemos encontrado, de nuevo, un río pequeño. Aunque reconozco que me dan miedo, tampoco es para tanto. Hoy me ha bastado con un par o tres intentos para cruzar el cauce de mis fobias. He entrado con garbo en el agua, cuando Mikel y Javier me…. ¡eh! ¡Un momento, espera, dejaaa.!…

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Buenas noches a todos, Mikel al teclado. Le acabo de arrebatar el ordenata a mi asno porque no hace mas que contar falacias. Les voy a explicar cómo ha sido verdaderamente lo del río. Un kilómetro de etapa, no llevábamos más, cuando nos hemos encontrado el cauce, poco profundo y ancho como una carretera. Para salvarlo no había más que una pasarela con tablones y huecos entre ellos. Maxari se había mostrado últimamente algo más colaborador a la hora de enfrentarse a estas pruebas, pero hoy nos la ha jugado. Imaginen la madre de todas las tozudeces. No les digo más, que nos hemos tirado una hora y media de reloj para que cruzase. Porque ha cruzado, sí, pero a qué precio…
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El tío ve la pasarela, se acerca hasta situarse a tres centímetros y se clava. Nosotros intentando convencerle, engatusarle… ni un milímetro, nos concedía. Intento buscar un paso alternativo río arriba, metiéndome en un prado embarrado. Nada, imposible. Sopesamos recorrer un tramo de vía del ferrocarril, que salvaba a diez o quince metros del suelo el regacho con un puente, pero lo descartamos de plano, demasiado arriesgado. No queremos que a éste le de por pararse en la vía y acabar todos como sellos de a peseta. “Venga Masxari, joder, que no hay alternativa”. Nada, ni ruegos, ni amenazas. Javier pasa a la acción. Yo agarro el ramal y él revienta literalmente su vara contra el suelo cerca del culo del burro. Nada, no hay forma humana de moverle. Amaga a veces, pero son espejismos, falsas esperanzas. Comenzamos a perder la paciencia, en cualquier momento puede empezar a llover y eso complicaría notablemente la situación.
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Hacemos un último intento poniendo toda la carne en el asador. Ainzúa tira esta vez del ramal hacia la pasarela y yo soy el que ataca por la retaguardia. Sacudo el suelo con lo que queda de vara, grito, echo cubos de agua en las pezuñas de atrás para asutarle. Mientras, Ainzúa, prácticamente horizontal, tira de la soga. Se mueve un centímetro, pero no es suficiente, está literalmente enrocado, haciendo palanca en dos piedras y una raíz de árbol. En pleno frenesí animal, me decido a agarrar sus patas delanteras y levantarlas para ponérselas en el primer tablón de la pasarela. Tengo la esperanza de que, una vez toque la madera, arranque para acabar con el trámite cuanto antes.
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Ainzúa tira y jura, y yo casi reviento mis tendones levantando en volandas a medio burro. Sospecho que se ha salido uno de mis riñones de su sitio, pues noto un pequeño bultito en el costado. Nuestros esfuerzos de poco sirven. Toca la madera pero tira como animal que es y casi nos arrastra al agua. Nos ha vencido por la fuerza.
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Se me ocurre intentar otra cosa. Por experiencia sabemos que su miedo al agua es menor a su miedo a los tablones sueltos y el suelo aparentemente inestable, así que decidimos obligarle a mojarse los tobillos para cruzar el río por su cauce. Para ello le quitamos las alforjas, con gotitas de sudor ya empapando nuestras frentes y el olor a miedo de burro metido hasta el alma. Vaciamos la de Ainzúa para coger del fondo el ramal largo, de unos cuatro metros. Se lo atamos. Casi arrastras conseguimos que se acerque a la orilla del río. Paso el otro cabo del ramal a la otra orilla y comienzo a tirar. El burro se defiende como un león. No avanza, pero tampoco nos gana terreno tirando hacia atrás. Cada milímetro que le ganamos es asegurado por mí girando la cuerda en un tronco de árbol. Casi me parto un brazo haciéndolo. Ainzúa cruza la pasarela y viene en mi ayuda. Desenredo la cuerda del árbol y ahora sí. Es cuestión de huevos. Cuatro navarros contra cero de burro (está capado ya saben). Como una sokatira absurda, el burro tira de su ramal desde una orilla y nosotros lo hacemos desde la otra. “¡Venga rediós!”, nos animamos el uno al otro a echar el resto. Avanza un centímetro, dos, tres. Sabemos que en cuanto toque el agua con las pezuñas delanteras habremos vencido. Un último tirón, grito de malabestias y lo conseguimos. Mete una pata, luego la otra, y el resto lo hace sólo para salir cuanto antes del agua.
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Estamos literalmente reventados, pero felices. Al burro le dejamos suelto para que se relaje. No parece estar muy estresado porque enseguida se pone -como siempre- a zampar a diestro y siniestro. Nosotros nos sentimos como si hubiésemos acabado una etapa, pero no hemos hecho más que empezar. Optamos por descansar un rato, fumarnos el pitillo de la victoria y reconciliarnos con nuestro burro. Durante unos instantes se han apoderado de nosotros unos instintos homicidas de los que no nos sentimos muy orgullosos, pero ya nos hemos sosegado. No obstante, entendemos, lamentablemente, que a lo largo de la Historia estos animales hayan sido tratados a palos por gente más ruda y menos civilizada que nosotros.
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Bien, esa es la historia verdadera, cuya continuación ha sido una etapa en la que ha habido más ríos. Auténticos torrentes de agua que inundaban los caminos. Algunos los ha vadeado renqueante, pero otros ha demostrado la misma asnez que les he descrito. En uno de los pasos, hemos tenido que levantar el cercado de un prado como paso alternativo a un triste arroyo. Con la tontería de pararnos en cada charco, río o regata, la etapa se ha hecho más larga que un día sin pan (aunque ha habido bocatas de chorizón, el chorizo pamplonica de toda la vida). Etapa dura, tediosa, incómoda. Con decirles que hemos llegado a las siete de la tarde…
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Les dejo ahora a ustedes de nuevo con mi cuadrúpedo compadre, burro de buena prosa pero de dudosa credibilidad. Lean sus patrañas y diviértanse con sus relatos. Nosotros le queremos mucho a la noble bestia pero les aseguro que hoy, gracia no nos ha hecho ninguna.
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Estooo, ejem, bueno, soy Maxari de nuevo. Lo que ha relatado Mikel es lo que básicamente les iba a contar yo, pero en fin. Cada uno cuenta la feria desde su asiento. Por cierto, lo que no cuenta Mikel es que un río sí que he cruzado. El Miño, justo a la entrada de Portomarín. Ahí es nada.
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Lo que ocurre es que con el paso de los días, mis compadres se están volviendo un poco gruñones. Tendrían que haber visto sus caras cuando, mojados como pollos, agotados y con los músculos doloridos, han entrado a su habitación y se han encontrado que todas las literas estaban llenas de gente fresquísima, hablando a voces, echando risas y oliendo a pies sudados. Ellos se han tenido que acomodar en unas literas de sobra, sin sitio para sus cosas. It´s the Way!
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Y es que después de recorrer 700 kilómetros más solos que un eremita en el Polo Norte, encontrarse con una marabunta de turigrinos en su mayoría que vienen a ganarse el favor del Santo con 100 kilómetros de nada, les ha sabido a cuerno quemado. Como cuando llegaban alegres y limpios los soldados voluntarios a las trincheras de la Primera Guerra Mundial, henchidos de orgullo y ansiosos de gloria y medallas. Y los veteranos del batallón, sucios, mal afeitados y cínicos tras meses de privaciones y olor a muerto, los miraban desfilar y deseaban que les cayese un bombazo cerca, o que les pegasen un tiro en el culo (en el caso de mis compadres bípedos llámenlo ampollas o tendinitis) para templar sus ánimos y espabilarlos. En fin, pese al mosqueo inicial, tendrán que acostumbrarse, pues todos los peregrinos, independientemente de sus motivaciones o los kilómetros que lleven en ristre, están en la misma batalla. Esperemos que mañana no sea tan difícil de ganar como la de hoy.

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